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TESTIMONIO. Marta Hernández, 37 años.

7/12/2024

El martes por la tarde ya tenía una sensación extraña, como si algo estuviera ocurriendo, pero nunca imaginé la magnitud de lo que vendría. Durante el turno de noche, llegaron compañeros que no pudieron regresar a casa. Nos contaban el desastre, nos enseñaban vídeos y fotos: calles inundadas de barro y de agua, casas destrozadas, personas desaparecidas. Fue una noche inquieta y movida.

El miércoles, tras una noche en vela, intenté dormir, pero no podía descansar. Tal vez por el peso de mi propio nombre (Lc 10, 38-41) o quizá por mi vocación como educadora social, sentía una fuerte llamada al servicio. En ese momento, me escribí con una amiga y decidimos ponernos en camino hacia la Torre. No había tiempo para planear, para detenernos a pensar; solo sentíamos la llamada a actuar, de ponernos en camino rápidamente. Caminamos entre el barro y llegamos a la iglesia de la Torre y, sin dudar, nos pusimos a trabajar. “Lo que hicieron con uno de estos hermanos míos más pequeños, conmigo lo hicieron” (Mt 25,40). Esa frase iba resonando en mi interior mientras quitábamos el barro. Me impactó el silencio con el que se trabajaba y la comunión que existía allí.

 Así han pasado los días: de mi trabajo hacia la Dana, yendo a la Torre, Catarroja… En cada lugar, los rostros de las personas cansados, el barro que parecía no tener fin, y una procesión de agotamiento y gratitud. Gratitud, sí. Porque, aunque muchos lo han perdido todo, me impresionaba ver a gente dar gracias. En el sufrimiento, la vida misma se vuelve un regalo, la familia un don; en estos momentos me contaban algunas personas como se fueron ayudando entre familiares o entre vecinos, a pesar de que durante el año a penas se dirigían la palabra. Bendito sufrimiento que une y que no separa.

Otra de las cosas que me ha interrogado en estos días es ver iglesias inundadas y llenas de barro. En medio de este no entender, el Señor me dio una palabra que me ayudó: “¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros?” (1 Cor 3,16). Recibí que, aunque las paredes de los templos se ensucien o se derrumben, somos nosotros, las personas, quienes llevamos el verdadero templo en nuestro interior, somos ese templo. Además, ver cómo se formaba Iglesia fuera de las parroquias celebrando el sacramento de la Eucaristía ha sido una bendición.

Cada gesto de servicio de los voluntarios que venían a ayudar de diferentes lugares, sin importar el cansancio, sin importar las limitaciones, sin importar si eran cristianos o no, se convertía en una ofrenda, en una Iglesia viva. He visto al Cireneo detrás de cada ayuda, en cada gesto de amor, en cada sonrisa, en cada don, en cada rosario y en cada oración. Esa es la Iglesia: un hospital de campaña, una comunidad que camina junta, que carga con el peso del sufrimiento del otro, pero que también da gracias, celebra la vida y confía en que la luz vencerá a las tinieblas. La esperanza, incluso en medio del desastre, existe.

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